Mar de Ajó

Me acuerdo de estar agachado observando desde una distancia prudente. Hernán se agazapaba sobre el animal y me miraba con ojos cómplices. Lo tomaba por el lomo más rápido de lo que yo podía entender, con esa destreza que solo logra la repetición.
No todo el mundo conoce la técnica clásica para agarrar un sapo en reposo. Hay que apretarlo contra el suelo con los pulgares, deslizar las manos a lo largo del vientre y alzarlo. Los primeros segundos son críticos, porque el bicho intenta saltar. Hay que dejarlo sacudir las patas, sin asustarse, hasta que se calma.
Todos los días eran casi iguales en Mar de Ajó. Por las mañanas, mi mamá se tumbaba al sol mientras vigilaba a Carito, que se divertía con baldes y vasos de plástico. La podías ver toda agitada volviendo de la orilla, desparramando agua a su paso. Ahogaba su única muñeca en un menjunje que armaba al lado de la carpa. ¡Avenas movedizas, avenas movedizas! Jorge se hacía el que leía un rato y terminaba dormido con el libro abierto sobre su enorme panza enrojecida.
Algo que aprendí de chico es que el asfalto siempre desprende calor y, casi siempre, letargo. A la hora de la siesta, Hernán y yo éramos los únicos al costado de la ruta. Hernán en cuero, la piel dorada, hombros encorvados, bíceps tensos. Ese verano su cuerpo estaba distinto y había cambiado la forma de hablar.
Me había escapado de la cabaña en donde todos jugaban al dominó con los Argañaráz. Solía encontrar una excusa para no estar cuando venían porque me incomodaba ver a mi mamá intentando pertenecer, riéndose agudo y dando la razón a todo el mundo menos a Jorge. Me da pena Jorge, no era mal tipo.
Recuerdo, como si fuera hoy, la sensación pegajosa en la boca. La coca que habíamos comprado en el kiosco del Dirty estaba caliente. Al costado de la ruta, me pareció que Hernán podía escuchar mis pensamientos. Me esforcé por no pensar en nada, por las dudas, pero a los pocos segundos me desconcentré. Me avergonzaban los reflejos rubios que adornaban mi melena.
– Tan buenas las mechitas.
– Ah, gracias. Se llaman reflejos. Se lo copié a un jugador de Central.
Hernán, si me estás leyendo la mente, pestañeá dos veces.
Nada.
Los abuelos de Hernán tenían un departamento sobre la costa, por lo que vacacionaba ahí siempre, incluso en invierno. Quizás por eso yo lo veía así, místico y salvaje. Ese año había llegado antes de navidad y se quedaría hasta entrado marzo. Por las noches hacía la cuenta: para cuando volviera a Santiago, Hernán habría asesinado una centena de sapos.
A veces intentaba imaginar cómo era su vida allá en el norte. Sus amigos, el resto de su familia. ¿Iría a un colegio católico? ¿Fumaría a escondidas en los recreos? Nunca le pregunté nada de eso. No podía traicionar el pacto implícito que nos unía cada verano, no a Hernán y a mí, sino a lo que Hernán y yo éramos cada año, por única vez, en ese lugar.
No todo el mundo conoce la técnica clásica para reventar un sapo contra un camión. Algunos creen que es cuestión de intuición, pero el secreto está en calcular distancia x tiempo. En eso, Hernán era un maestro. Y ese año, el último en que lo ví, estaba más afilado que nunca.
Los veranos son como carátulas que separan los capítulos de la infancia pero, curiosamente, terminan siendo el componente principal de las memorias. Así es que cada vez que pienso para atrás, aparecen. Hernán, el calor, el vapor de la ruta, los sapos muertos.