Moraleja

 

Cuando era chiquita me encantaba presumir dos cosas de mi abuelo: su Mercedes Benz modelo 93 y el hecho de que le faltara un dedo. Esto último es una exageración que me permitía: si nos ponemos precisos, no le faltaba más que una falange. 

¿En qué momento habré olvidado cuál de sus manos era la especial? Intento recordar si era aquella con la que enroscaba los fideos o acaso la otra, que sujetaba el vaso de Vasco Viejo.

Ya no sé dónde ubicarlo pero recuerdo muy bien aquel pulgar: terminaba en un nudito, una especie de ombligo que yo miraba obsesivamente mientras escuchaba las historias fantasiosas del origen de la mutilación. Que la cadena de una hamaca, que un portazo desmedido, que escopetazo accidental.

Cada semana la historia cambiaba y siempre venía con una lección. Que por sacarse los mocos, que por no tomar leche, que por correr alrededor de la pileta. Enrique dominaba el límite de lo fantasioso y, de alguna manera, la moraleja no dejaba de funcionar. 

Lo del Mercedes también era una exageración, porque nunca supe de qué año era. Me gustaba decir que tenía la misma edad que yo. Hoy, el auto tendría 30 y mi abuelo, 83. Varios años pasaron desde su muerte y el misterio del pulgar persiste. Que por mentir, que por no estudiar, que por fumarse un cigarrillo. 

Las manos mutiladas son siempre manos hacendosas. El sedentarismo no deja marcas en la piel. Cuando se sentaba en la mesa, Enrique hacía pelotitas con la miga del pan. La aplastaba con precisión molecular hasta que quedaba una canica blanca perfecta, que yo mordía sin el más mínimo de los ascos.

Las uñas del señor que me compró el Mercedes brillaban como el pegamento con el que mi abuelo arreglaba sus zapatos viejos. Limpias, blandas y un poquito más largas de lo normal, como de guitarrista o colectivero. Cuando las miré de cerca, noté los surquitos propios de la materia, una huella de queratina longitudinal que coronaba su índice. Una no imagina aquellas manos con ampollas. Eran de esas que tienen precisión para contar plata o sostener un palo de golf.

Una mitad de los dólares del Mercedes fueron a la cuenta bancaria que me abrí con tal fin. La otra, la guardé en latas de leche en polvo en el estante de la cocina. Allí estuvieron por un año, hasta que me decidí a comprar una editorial local en detrimento, con la única condición de que publicara mis todos cuentos: los que hablan de mi abuelo y los demás. A veces me pregunto si no hubiera podido hacer una inversión más segura, pero, hasta donde sé, nunca nadie perdió un dedo por escribir.

 

Saqué esta foto en 2017, en la Ligura. La señora de la izquierda no es mi abuela. El señor de la derecha tampoco sé quién es.